jueves, 6 de julio de 2017

Reseña de PATRIA


Patria
 por: Carlos Gil Andrés
Profesor de historia. IES Inventor Cosme García 


¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación dentro del caldero de la violencia? La pregunta es de Vasili Grosman, el autor de Vida y destino, que no entendía cómo quienes habían estado ligados por la vecindad, la familia o el trabajo actuaban durante la guerra “como si hubieran conspirado para no comportarse como seres humanos”. Lo recordé mientras leía Patria, de Fernando Aramburu, presentada en la Feria del Libro de Madrid como el fenómeno literario del año, con más de 300.000 ejemplares vendidos.
La crítica ha destacado la ambición y complejidad de la novela, la construcción de la trama, la recreación de los años de plomo de ETA, el habla de los personajes y la vida interna de las familias, con empatía hacia las víctimas pero sin pretender juzgar a nadie. A mí lo que más me ha llamado la atención no son las historias de los protagonistas sino el ambiente del pueblo donde transcurre el relato, el comportamiento de muchos vecinos: “Fulano hace un poco, mengano hace otro poco y, cuando ocurre la desgracia que han provocado entre todos, ninguno se siente responsable porque, total, yo sólo pinté, yo sólo revelé dónde vivía, yo sólo dije unas palabras que igual ofenden, pero, oye, son sólo palabras, ruidos momentáneos en el aire”.
En una buena obra literaria, como en una gran película, lo que más nos atrae y permanece no es lo que ya sabemos y esperamos, lo previsible, sino aquello que nos incomoda, que nos interpela. Las preguntas que se vuelven y nos miran a la cara. En el caso de Patria, la actitud de los conocidos que dan la espalda a la familia del Txato, la reacción de los clientes del bar, los compañeros de la partida de cartas, los amigos de toda la vida: “Y al llegar a la plaza y sumarse al grupo de cicloturistas notó, ¿qué?, notó algo, como una tibieza en el saludo. Y ojos que evitaban mirarse en los suyos” (…) Ninguno de sus acompañantes hizo ademán de defenderlo. Ninguno expresó un comentario, una reprobación, una réplica al insulto”.
¿Qué es lo que pasa para que los vecinos se conviertan en enemigos? ¿Cómo es posible que la gente que ha compartido tantas cosas acabe por no tener nada más en común que la violencia? Se lo preguntaba Michael Ignatieff en 1993, en un pueblo del este de Croacia controlado por los serbios. ¿Cómo se llega a detestar y a demonizar a los que una vez se llamaron amigos? ¿Cómo se siembra, un grano tras otro, la semilla de la paranoia nacionalista en el terreno de la vida común?
Fernando Aramburu narra de manera verosímil ese proceso de deshumanización, de desconexión moral: “en la taberna bebes, comes y comentas con la cuadrilla, y uno nota con una especie de cosquilleo agradable que ha contraído la fiebre que caliente a todos y los une al calor de una causa (…) Joxe Mari no veía dentro del uniforme a la persona que gana un sueldo, que a lo mejor tiene esposa e hijos. Yo no me atrevía a decírselo; pero a mí, te lo juro, el que negara la humanidad de una persona por llevar uniforme que parecía terrible”. El calor de la causa, la búsqueda de reconocimiento social, las múltiples direcciones del miedo, el lenguaje que protege de la responsabilidad, la identidad de la comunidad: “En un pueblo pequeño, afirma, no puedes escurrir el bulto. Cuando había manifestación, homenajes, altercados, y alguna historia de esas había cada dos por tres, no es que pasaran lista; pero siempre había ojos dedicados a controlar quién estaba y quién no”.
El relato nos parece verosímil porque conocemos otros ejemplos del pasado. La atmósfera opresiva del terror del verano de 1936, en la retaguardia de los pueblos riojanos, sin espacio para la pasividad, sin un lugar a salvo de los rumores y las miradas, de las denuncias que llevaban la violencia hasta el ámbito más íntimo y privado. El orden infernal del III Reich alemán, con una escala casi infinita de grados de responsabilidad, complicidad y colaboración, esa terrible “normalidad” del mal de la que nos alertó Hannah Arendt. O el asfixiante sistema represivo de los regímenes comunistas de la Europa del Este, como la inmensa red de informantes de la Stasi, nutrida de una vasta antología de debilidades humanas, una suma de pequeñas acciones que, todas juntas, lo señaló Thimothy Garton Ash, constituyeron un gran mal.
Siempre en el nombre de la Patria, de una Patria que no solo bendice morir por ella –Dulce et decorum est pro patria mori– sino que también justifica matar en su nombre. Tal vez por eso Jorge Semprún, un apátrida en la Europa de la posguerra, afirmaba que nunca se le había pasado por la cabeza la idea de morir por la patria. Y que esa expresión, “pasar por la cabeza”, era incorrecta para hablar de la patria: “si existe, no creo que esta idea le pase a uno por la cabeza, sino que más bien ha de dejarle a uno abatido, aplastado, trastornado”.
La fiebre del patriotismo. El ardor guerrero de las banderas que se exhiben como trapos para embestir. Eso decía el coronel Dax, interpretado por Kirk Douglas, en un diálogo inolvidable de la película Senderos de Gloria. Decía también, enojado por la falta de humanidad de los altos mandos, en la carnicería de la Gran Guerra, que el patriotismo era “el último refugio de los canallas”. Hace unos meses Kirk Douglas cumplió cien años. Un día, no muy lejano, el telediario anunciará la noticia de su muerte y repasará su vida en imágenes. Entonces me pondré de pie y guardaré respeto. Por el coronel Dax. En el nombre de quienes, en medio de la violencia, alentaron la vida.





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