jueves, 16 de mayo de 2013

EL PROFESOR DE ALEMÁN DE TONY JUDT O EL VALOR DEL ESFUERZO



EL PROFESOR DE ALEMÁN DE TONY JUDT 


Publicado el 16 de mayo de 2013 en ESCUELA

El gran historiador Tony Judt nos relató sus vivencias en un magnífico libro  titulado “El refugio de la memoria”. Finalizó estas memorias, dictándolas, tan sólo tres meses antes de su muerte causada por una dura enfermedad  que lo dejó física, que no mentalmente, como un vegetal.  El capítulo décimo lo dedica a la época en la que era alumno de secundaria en una escuela de la barriada de Battersea, situada en el sur de Londres,  junto al rio Támesis. La Emanuel School, que así se llamaba, era un colegio privado muy tradicional, subvencionado por el municipio a pesar de lo cual tenía ínfulas de centro distinguido y elitista.



La mayoría de los estudiantes pertenecían a la clase media y media baja, aunque había un pequeño grupo de alumnos que eran  hijos de trabajadores manuales.  El profesorado era muy tradicional, algunos con clara vocación represiva, de pedagogía dickensiana, dice  Judt. Alguno de ellos se pasaba la mayor parte del tiempo “retorciendo y pellizcando furiosamente las orejas de los alumnos más jóvenes”.  El recuerdo de su paso por la Emanuel  School era pésimo; nuestro admirado historiador expresa sin ambages el odio que sentía por el colegio y por su ambiente cuartelero. Lo que peor llevaba era lo que se denominaba la CCF (Combinet Cadet Force), una modalidad de instrucción militar semanal, incluyendo el adestramiento de tiro con unos rifles obsoletos que provenían de la Guerra de 1914. Pese a todo, Judt reconoce que la preparación cultural que recibió era de buen nivel.

De todos los maestros tan solo salva a uno, el profesor de alemán, Paul Craddock  al que los alumnos llamaban “Joe”.  Era un hombre con un aspecto descuidado, demacrado, misantrópico y que tenía un sardónico sentido del absurdo. Su imagen era “terrorífica para los adolescentes”; como señala con cierta ironía Judt: “una baza pedagógica inestimable”. Aunque su frialdad y excesivo rigor lo hacían hombre antipático, “era, como supe más tarde, alguien profundamente humano”. 

Joe era el más exigente e inflexible de los profesores. No pasaba ni una y  “aunque le teníamos terror, dice Judt, sin embargo lo adorábamos”. Con nadie aprendió tanto, ya que a los dos años de cursar la asignatura ya traducía “con facilidad y real placer Die Verwandlung [La metamorfosis] de Kafka”. Diariamente realizaban pruebas de memoria, razonamiento, de dominio gramatical y de comprensión de la lengua germana. La tenaz  e innegociable exigencia de Joe se correspondía con el tremendo esfuerzo que los alumnos tenían que realizar para tener al día los ejercicios, estudiar la gramática, y memorizar el vocabulario.

El mismo Tony Judt reconoce que  Joe sería inconcebible  en un colegio moderno, ya que su manera de enseñar se consideraría políticamente incorrecta.  No sería de recibo, actualmente, elogiar públicamente los mejores trabajos de la clase y criticar sin recato y con dureza los peores. La opinión de mi admirado historiador es que a los estudiantes de los institutos actuales, refiriéndose a los norteamericanos y a los británicos, se les induce a creer que lo han hecho bien o, al menos, lo mejor que pueden según sus características y circunstancias. En España sería el “progresa adecuadamente”  o, en el peor de los casos, “necesita mejorar”.

Lo que en el fondo quiere expresar Judt es la diferencia entre crueldad y sadismo pedagógico,  como el que practicaba, por ejemplo, el subdirector del Emanuel School, que tenía inclinaciones homoeróticas al utilizar los baños como escenario para las azotainas a los alumnos castigados (recuerden la larga pervivencia de la legalidad del castigo físico en las escuelas inglesas) y el profesorado que, sin ser demasiado amable ni compasivo, consideraba la exigencia y  el esfuerzo la mejor metodología para obtener buenos rendimientos.  Y los buenos rendimientos  tenían, para quien los obtenían, la mejor recompensa posible, que era una íntima satisfacción y el placer por dominio de un nuevo conocimiento.

Probablemente, en la actualidad, el circunspecto Joe no impartiría las clases como lo hacía en el anquilosado y tradicional sistema educativo victoriano, todavía vigente  en los inicios de la década de los sesenta. Pero el testimonio de un personaje como Tony Judt, historiador comprometido, ciudadano progresista y pensador renovador de un modelo socialdemócrata para nuestra sociedad, (véase el artículo que le dediqué: “La última lección de Tony Hudt”, Escuela, núm. 3.905) pone de manifiesto la falacia de atribuir  únicamente a los pensadores de la derecha el considerar el esfuerzo como un valor educativo. Lo que se plantea Judt es recuperar ese valor como seña profunda de la pedagogía más progresista, que es la que está más comprometida con la emancipación de los socialmente más débiles a través de la educación y la cultura.

Quizá, en el ambiente social en que vivimos, defender la necesidad de potenciar el esfuerzo entre los escolares puede parecer una idea pasada de moda o de los que defienden posiciones reaccionarias o elitistas en educación. Mi opinión es otra: transmitir el valor y la satisfacción de esforzarse para conseguir algo es crucial para el éxito del propio sistema y, lo que es más importante, para la correcta educación de los ciudadanos. Lo difícil es conseguirlo por la vía de hacer interesante ese esfuerzo, que  no puede sustituirse por algo que no suponga implicación y trabajo. Como el tema es complejo y de máxima actualidad, prometo dedicar un artículo a esta cuestión.

Joaquín Prats